miércoles, 16 de diciembre de 2009

El dictador enfermo (Parte 4)




Por Ernesto Martínez



La noche que el dictador enfermó, había leído por curiosidad un cuento que escribiera Gandhi cuando a penas contaba 16 años.
El dictador se miró en el espejo, un tanto molesto por no haber podido nunca dedicarse a la generosidad. Todo le resultaba falso y sospechaba que la sonrisa complaciente de su mujer no era más que la mueca de su propio destino. En realidad Gandhi había escrito el cuento después de haber reflexionado sobre como le había educado su padre, sin castigos, sólo con actos de fe.
Frente a los ojos del dictador pasó entonces su infancia cargada de falsa y lujosa complacencia, de aberrados momentos sin piedad, sin más esencia que la vacua vulgaridad del imbécil.
Aquel era su destino, el odio público, el poder efímero, el estigma del mandadero.
Con todo, aún encontraba fuerza en su propio orgullo, en el deber cumplido a una patria falaz. Hubiera preferido quedarse en el barrio, a sus 16 años, como Gandhi, saliendo del cine después de ver a John Wayne y la rapidez de sus pistolas.
-John Wayne, dijo, y acarició la escuadra oficial que escondía debajo de la solapa.
–John Wayne es más rápido que Gandhi, dijo.
En la enorme sala del palacio presidencial en el que se había establecido por la fuerza, comenzó a escucharse una musiquilla chillona, disonante con los majestuosos muebles traídos de Nueva Orleáns. Sentado en uno de esos muebles, el dictador recordó la primera vez que su padre le tironeó las orejas por no haberle alcanzado un par de zapatos blancos de charol.