jueves, 29 de septiembre de 2011

La casa de los locos de John Connoley

Imagen de Roberto Crippa


Por John Connoley


LA CASA DE LOS LOCOS



Definitivamente  en esta casa,
todos estamos locos.
Después de un duro día, llega la noche
y Pavlov no se cansa de corretear sus perros por el patio.
Chopin sigue sonando su piano en un fa sostenido
y es un desastre lo de Isabel Allende;
invade la sala con su tribu de espíritus
derribando sillas y mesas sin saludar siquiera.
Como último recurso hospitalario,
recojo del escritorio mi texto y mis anteojos
cruzo volando la estancia
buscando refugiarme en la aparente quietud de la biblioteca,
 pero ahí están Galeano y Retamar,
fumando a cantaradas y hablando sin parar sobre La Guerra.
Subo de dos en dos las escaleras,
abro con un suspiro la puerta de la alcoba
pero allí, sobre un lienzo marchito
Diego Rivera le hace el amor a Frida Kalo.

Huidobro me grita cuatro versos,
Neruda llora su pena de amor en la azotea,
Octavio Paz se ríe carcajadas desde el baño,
Cortazar baila un tango en la sala
con un libro de cuentos en su mano.

Todos parecen haber bebido el mismo vino.

Suben y bajan las escaleras, escupen en el piso,
orinan en el zaguán, quiebran mis platos,
gritan viejas consignas, fuman hachís, asaltan el refrigerador
y caminan por las vigas del techo como arañas salvajes,
como locos.

La noche se abraza a las horas
y el sueño cuelga su hamaca en mi pupila.
Me despojo de mis propios demonios,
tomo por una oreja mi cuerpo
y lo abandono en un rincón bajo una mesa
hasta que el sol del nuevo día besa mi pelo
 con una chispa de fingida esperanza.
Abro mis ojos, tomo asiento sobre un verso de Clementina
mientras el noticiero matinal
anuncia el estado del tiempo.
Bostezo largamente como un búho
hundo mi cara en el hueco de las manos
y me doy cuenta de que no hay nadie;
ni Octavio ni Cortázar, ni Diego ni Galeano.
De Retamar y Huidobro
solo quedan fragmentos
de un poema de amor calcinado por el tiempo
y en la pequeña mesa de la sala,
hay un pincel y dos libros
que Isabel y Frida olvidaron seguramente.

Se han ido todos juntos por la puerta del mundo
como se han ido siempre;
sin despedirse siquiera, sin arreglar la casa,
sin decirme absolutamente nada.

Han regresado cada quien a su tiempo y a sus libros
y una vez más vuelvo a quedarme solo con mis trampas.

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