miércoles, 24 de febrero de 2010

La piel de la ternera: Sabrosa carne al asador


Es pura carne de ternera criada en zonas oscuras, en los rincones donde aún se guarda la buena tradición del asado. La piel de la ternera es preciada en la fabricación de fajones o alfombras de habitación. En la actualidad el destace de las terneras sigue siendo un oficio refinado, costoso y complicado; y muy poco conocido. El poeta Otoniel Natarén ha cuidado por su propia cuenta una ternera blanca con motas negras siguiendo las instrucciones cuidadosas que exige el oficio: masajes relajantes, forraje mezclado con cerveza y ron. La calma de la ternera se logra relatándole los mejores textos lúdicos de la campiña silvestre. Este proceso permite que las carnes adquieran el tono y la firmeza requerida por el mejor gourmet. Los finos filetes de ternera no tienen ni una pizca de grasa, por eso, acompañar a Otto significa participar en la mejor degustación de carne magra al asador, con cervezas bien frías.
¡Salud, Otto! Disfrutemos tu ternera.
He aquí dos filetes:

PETITE AMIE

Pobre Lelián

Yo digo que sus manos son hermosas,
y que un fogoso faro brille,
dándoles la grata luz del día.
Fueron mimosas, felinas,
bajo el beso de los árboles.

Luego amamos los parques tan vacíos
donde el cuerpo se explica
sin sus velos hacia aquel sueño eterno
en los umbríos,
con la boca de todos los consuelos.

¿Habías soñado esto?,
me decía, y el ebrio a quien escupen,
el chiflado, en brazos de ese aliento del pasado
con los ojos vacunos juraría
que estos versos de lira luminosa
la alzarán inmortal desde mi fosa.

LOS DESTELLOS DE LA FE TRANSIDA

La lengua la suavizada carne de los besos,
todavía flor en la mirada pajiza de las reses;
algo de bestia o de canción
en el sueño rosáceo,
algo de sombra intermitente
por riscos y vaquerías, atravesando,
sobre patas, nerviosa;
todavía ternura asomada en los ojos desarticulados.
Y cabe la esperanza en un suspiro humedecido
y toda la tristura, y arroja noches
desde un abismo, sobre sus mejillas,
y resbalan mujeres secretas
de algún espacio en el equinoccio;
tan omitida y tan íntima de nuestros ojos,
sin alivio.
Y moribunda y puñal sanguíneo,
desde una ubre de luna,
clamara como una nube,
despeñándose.
“Este es el pergamino,
el blanco pan, la lámina donde trazaran el encanto,
mi ruina; mi desaforado temblor y los pétalos:
ésta es la piel, los labios de la tierra,
el beso perdido, el beso anhelado.”
De su dedo en la ardiente atmósfera,
—el abrazo helado a las llamas—
el abrazo desesperado del dolor:
el dolor fosforesce en las heridas amargas.
Habría recorrido la noche buscando en sus cámaras;
declina su figura, y declina su serenidad,
se descalabra; habría encontrado un sonido,
una distracción; era fiel a cierto espejismo,
a cierta blancura: por posarse, fría y ruin,
en la ternera, no comía, no dormía,
se moría de sequía.
Y clamara, entonces:
¡Tengo sed! ¡Estoy hambrienta!,
y arrastrara su inquietud por los corredores:
un deseo, un tormento pendiendo de algún hilo;
y deriva un roce, una sacudida, un desprendimiento.
Quien llamara a voces y vimos con los ojos desgastados
y la palidez: un mundo que era escaso, y no le satisfizo.

UNO QUIEN CIERRA SU BOCA
Esto es lo que sigue, no más apresuramientos;
yo te serviré el café, el de los atardeceres,
el de las calderas donde reposamos los caídos,
porque llega la hora con la llave rutilante.
Calcula y remueve el remache el gran orfebre;
y espera con ansia en los atrios del cosmos;
y vendrá a preguntar por nuestra divinidad harapienta.
Vendrán también a olvidar su dios los trémulos,
los de la niebla, a dormir su siesta desdichada,
donde Ella no está, a la hora donde siempre
será tarde para la mesa.
Porque crecen las deudas y el hambre,
y somos groseras deudas.