sábado, 10 de septiembre de 2016

LOS GENUINOS MAESTROS







Imagen de Michelle Stanek, artista del Polo Dance


Imagen de Fahamu Pecou, artista plástico




Por Jorge Martínez Mejía





De los que vinieron, de los que se fueron, nadie se preocupa. Ya me eché este whisky, y en el espejo lo que queda es el esperpento. A quién en alguna parte le podría interesar lo que veo. Las güirras bailan y se descamisan porque necesitan esa luz, necesitan coger esa lágrima muerta de los hombres. Pueden empinarse la botella, quitarse su ropa en el vestidor de esta tumba y tocar sus tetas para pesarlas, para cerciorarse de que algo deben valer en su suavidad cósmica…Es tan material la vergüenza de valer por el peso de las tetas. Tan triste beber o alzar una copa en detrimento de sí mismo. Aquí los que vienen mueren por su gusto. Mueren en sus luces de neón que debieran ser blancos cirios, brillantes diamantes de filosas virutas de muerte. Algo en este lugar te empuja a la luz falsa, a la cojera de encontrarte lejos. Pero sería igual en cada rincón del mundo. —Otro Jack Daniel— le dije a Marlon. Lo bebí de una y volví a ver a las güirras saboreando su trasero en el tubo de níquel brillante. Al fondo, Boston, mi grupo preferido, se esforzaba con las fantásticas percusiones y lugares comunes que nos esperan en cada calle gringa. ¿Es que acaso no saben estos hijos de puta que en la carrera están muertos? ¿Que su espíritu tuvo un final muerto en el espectáculo podrido de la tele? Los lastimosos alaridos del sonido musical se empecinaban en recoger la basura de cada sentimiento, la escoria tenía que ser llevada en hombros. Yo preferiría mil veces entrar al salón siendo otro, como cuando, de manera imprevista, las copas de algún brindis de wiskey chocan más de lo esperado y el líquido hijo de puta se derrama para aclararnos que el puto destino es superior y la música no debe terminar… Entonces la siguiente canción de la máquina sale menos densa…pero las güirras siguen alzando su traserito contra el mástil de acero y cada vez más dulce donde la victoria podría ser morir de un suspiro o viendo los brillantes gorgojos de las velas de neón atando sus morrales debajo de los platanares que penetran desde las orillas al boulevard para irse a dormir a la más lejana noche donde no habita nadie…dije nadie nadie nadie…



—Cada mes es lo mismo— dije. Y Marlon, ya pendiente de mi borrachera en proceso, se acercó sólo para decirme que dejara de beber. 

—Ya estuvo, viejo— me dijo. Y como siempre, me fui a sentar en la última esquina de la mesa. A dejar pasar un poco la turbación de estar a estas horas, cuando ya debería haberme ido a dormir. Apenas era el bar boy del pequeño bar. 

Ahí estuve, pegado a la ventana viendo partir y estacionarse los coches. Penetraban a través de las polvorientas persianas. Luego se quedaban. Yo los miraba pasar y estacionarse. Yo solo miraba. Estos gringos hijos de puta no saben cómo tratarnos, pensaba. Yo limpiaba las mesas, y no sabía qué hacer con mi vida. Ese día estaba tan lenta la venta, pocos bebedores, que no había más qué hacer. 

En algún momento miraba a las güirras haciendo sus movimientos para nadie, como si ensayaran para otro momento, se autoerigían en maestras de la pasarela. Marlon me miraba desde el otro lado como indulgente, quizás miraba mi aburrimiento. 

—Voy al baño— dije, como para nadie. Indudablemente estaba borracho y me esforzaba. Cuando llegué al urinario y bajaba mi cremallera se apareció esa cipota puerto riqueña por detrás. Tenía unos veinticinco años y yo la vi llegar fresquita. Me rosó sus tetas en la espalda sólo para decirme 

—¿Qué tal? ¿Cómo las ves? y me mostraba aquellas tetitas pequeñitas, duritas y ricas.

—Enseñame el culo— le dije. Y ella, linda, tierna y sublime, sin que yo mismo lo creyera, se subió al lavamanos, abrió sus duras nalgas para ofrecerme el espectáculo de un culo pulcro, divino, rosado y maravilloso que en un instante puso mi verga tan dura como una piedra.

—Es, definitivamente bello— le dije, mientras tiraba mi primera mano para deslizar los dedos por sus cumbres. Y me dejó verlo como un dios muerto, náufrago de sus propios océanos. 

—¡Qué culo! mi amor!... —le dije. Y mientras le daba un duro mordisco en la cima de su nalga de piedra me miró tan complacida…que casi la manoseo…de no ser porque saltó de una hasta caer confrontándome. Hastiada quizás de mi inútil cosificación humana. 

—Sí, sé que mi culo es bello— dijo. Pero mis tetas son pequeñas. Al fondo, en la lúgubre y vacía sala del bar todavía sonaba Amanda, de Boston…



— Im in love, whit youuuu.











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